Abolición de la tauromaquia

Desde un punto de vista moral, nada es tan deleznable como la tortura, el dolor atroz infligido de un modo intencional e innecesario.

04 octubre 2007
España.

Desde un punto de vista moral, nada es tan deleznable como la tortura, el dolor atroz infligido de un modo intencional e innecesario. El no ser torturado constituye el único derecho humano al que la declaración de la ONU no reconoce excepciones y el derecho animal que más adhesión suscita. El hacer de la tortura pública de pací­ficos rumiantes un espectáculo de la crueldad, autorizado y presidido por la autoridad gubernativa, es una anomalí­a moral con la que hemos de acabar ya. Hay que felicitar al Ayuntamiento de Barcelona por haberse declarado en contra de la continuación de las corridas de toros.

Hace años que se le habí­a adelantado Tossa de Mar en esta postura, pero obviamente el peso especí­fico de Barcelona es mucho mayor, aunque no lo suficiente como para prohibir las corridas, que es el lógico paso siguiente. La pelota está ahora en la Generalitat, que es la que tiene las competencias para acabar de una vez con esta lacra.

La tortura pública de animales humanos (brujas, herejes, delincuentes, adversarios) y no humanos (toros, osos, perros, gallos) fue habitual en Europa hasta el siglo XVIII. En España, durante ese siglo, la diversión aristocrática de alancear los toros a caballo fue siendo sustituida por la variedad plebeya o a pie del toreo.

A principios del siglo XIX, mientras prácticas similares se prohibí­an en otros paí­ses, el absolutista Fernando VII creó las escuelas taurinas y promovió la tauromaquia que ahora conocemos. La primera plaza de toros fija de Barcelona, El Torí­n, con capacidad para 13.000 espectadores, fue edificada en la Barceloneta en 1834. Al año siguiente, en 1835, el grosero público asistente, borracho y descontento por la mala calidad de la corrida, salió a la calle y se dedicó a quemar todos los conventos e iglesias de Barcelona, con la consiguiente pérdida de patrimonio artí­stico. Desde Balmes hasta Ferrater Mora, los pensadores catalanes se han opuesto a esta bárbara costumbre. Hoy en dí­a, según las encuestas, la mayorí­a de los catalanes son partidarios de su abolición.

En 1988 el Parlament de Catalunya aprobó una pionera pero inconsistente ley de Protección de los Animales. Si, por un lado, "se prohí­be el uso de animales en espectáculos,... si ello puede ocasionarles sufrimiento", por otro "quedan excluidas de forma expresa de dicha prohibición" las corridas de toros allí­ donde sean tradicionales, es decir, donde haya construidas plazas de toros, aunque no se autoriza la construcción de otras nuevas.

La tradición puede explicar sociológicamente la existencia de ciertas costumbres en un grupo social determinado, pero la tradición tiene valor nulo como justificación ética de nada. Las salvajadas más execrables son tradicionales allí­ donde se practican. La buena intención de ir acabando con la barbaridad taurina era evidente, pero la marrullerí­a polí­tica y el miedo a perder algunos votos acabó produciendo una ley contradictoria, aunque no del todo inútil, como mostró el caso Távora.

La Generalitat de Catalunya, en aplicación de su norma vigente, habí­a prohibido la pretensión de Salvador Távora de introducir el rejoneo, lidia y muerte de un toro en medio de la representación de la ópera "Carmen" en Barcelona. Los tribunales, incluyendo el Supremo en el 2003, condenaron a la Generalitat a pagar una indemnización multimillonaria a Távora, basándose en la presunta defensa de la libertad de expresión artí­stica. Con ello la falta de lógica, la crasa incomprensión de lo que es el arte, la carencia de sensibilidad y el total desprecio por el sufrimiento de los animales condujeron a un esperpento judicial.

Como señalaba Antonio Machado por boca de su alias Juan de Mairena, el arte es representación, ficción, y por eso el toreo no es arte. La corrida no es "un arte, puesto que nada hay en ella de ficticio o imaginado". Al final de la ópera "Carmen", Escamillo torea y don José apuñala a Carmen. Naturalmente, la muerte del toro y la muerte de Carmen son ficciones. El arte es ficción y la ópera es arte. Matar a un toro en el escenario no es arte, como tampoco lo serí­a matar a la actriz que interpreta el papel de Carmen. Sólo un artista mediocre y sin imaginación puede confundir la representación ficticia o artí­stica del dolor y la muerte con la cosa misma. La libertad artí­stica es la libertad de crear ficciones y no tiene nada que ver con la libertad de torturar y matar de verdad.

En el 2003 el Parlament de Catalunya renovó por completo la ley de Protección de los Animales, pero siguió sin atreverse a salir de la contradicción en lo referente a la tauromaquia. Ahora que el Ayuntamiento de Barcelona ha movido ficha, es de esperar que la Generalitat tome cartas en el asunto y que en un futuro próximo tengamos una ley consistente de protección de los animales. Las ciudades y los paí­ses son grandes y suscitan admiración por su contribución al progreso y a los valores universales, no por aferrarse a lo propio, peculiar y castizo. Abolir las corridas de toros en Catalunya es uno de los mayores favores que Catalunya puede hacer a España entera, colocándose así­ en una posición de vanguardia espiritual y señalando el camino que los demás sin duda acabarán siguiendo.

Soy partidario de la máxima libertad en todas las interacciones voluntarias (comerciales, lingí¼í­sticas, sexuales, etcétera) entre ciudadanos. Soy contrario a todo prohibicionismo, excepto en los casos extremos, como la violación de niños o la tortura de animales. Pero es que las corridas de toros son un caso extremo. Por muy liberales que seamos, si no tenemos completamente embotada nuestra sensibilidad moral y nuestra capacidad de compasión, tenemos que exigir el final de tal salvajada. De hecho, en todos los paí­ses con un mí­nimo de tradición liberal están prohibidas desde el siglo XIX.

Además de su cursilerí­a estética y de su abyección moral, toda la huera y relamida retórica taurina se basa en una sarta de mitos y falsedades incompatibles con la ciencia más elemental.

No, el toro de lidia no constituye una especie aparte, sino que pertenece a la misma especie y subespecie ("Bos primigenius taurus") que el resto de los toros, bueyes y vacas, aunque no haya sido sometido a los extremos de selección artificial que han sufrido algunas variedades, por lo que conserva un aspecto relativamente parecido al del toro salvaje.

No, el llamado toro bravo no es bravo, no es una fiera agresiva, sino un apacible rumiante, más proclive a la huida que al ataque.

Dos no pelean si uno no quiere, y el toro nunca quiere pelear. Como la corrida de toros es un simulacro de combate y los toros no quieren combatir, el espectáculo taurino resultarí­a imposible, a no ser por toda la panoplia de torturas (el doble arpón de la divisa, la tremenda garrocha del picador, las banderillas sobre las heridas que manan sangre a borbotones) a las que se somete al pací­fico bovino, a fin de irritarlo, lacerarlo y volverlo loco de dolor, a ver si de una vez se decide a pelear: a pesar de los terribles puyazos que sufren en la corrida, con frecuencia los toros se quedan quietos y "no cumplen" con las expectativas del público. El actual reglamento taurino prevé que se empleen entonces banderillas negras o "de castigo" con arpones todaví­a más lacerantes para castigar aún más al pobre bovino, "culpable" de mansedumbre y de no simular ser el animal feroz que no es.

Jesús Mosterí­n
Catedrático de Filosofí­a de la Ciencia de la Universitat de Barcelona
Publicado en 14/4/2004 en el periódico "La Vanguardia"

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