Contra los 'sanfermines'

Lo mí­o es ganar amigos cada dí­a, porque es evidente que mostrar un pensamiento crí­tico contra el pensamiento único que impera, por tierra, mar y televisión, sobre un tema popular, es como tener cara de pato, marcarse una diana y estar en la feria.

29 mayo 2017
Barcelona, España.

Lo mí­o es ganar amigos cada dí­a, porque es evidente que mostrar un pensamiento crí­tico contra el pensamiento único que impera, por tierra, mar y televisión, sobre un tema popular, es como tener cara de pato, marcarse una diana y estar en la feria. Como dijo en su momento Rosa Montero, "un pensamiento independiente es un lugar desapacible y solitario", y éste es especialmente inhóspito. Todo el mundo mundial, y especialmente la mundialidad de los presentadores de informativos, han loado la grandiosidad de los sanfermines, han babeado dando la noticia de los encierros, y con esa cara de complicidad un tanto estúpida que a veces se les pone, nos han invitado a gozar de la fiesta. Pareciera que fuera imposible considerar ese evento como algo rechazable, y sólo algunos aliení­genas, tipificados como tales, pueden mostrarse en contra. Bien. Quien esto les escribe debe de venir de Raticulí­n y tener antenas verdes, porque la fiesta de los sanfermines me parece bestia, triste y cruel, y no le veo otro atractivo que el que produce el ser humano cuando se vuelve primario. Atendiendo al hecho de que tengo un magní­fico marido navarro, hombre sensible y emotivo, que se vuelve harto caverní­cola cuando ve la fiesta, creo que sé de qué hablo. Desde luego, los sanfermines mueven mucho: dinero a mares, publicidad internacional, proyección del paí­s, diversión para miles, y todo ello, si es tan masivo, pensarán ustedes, no debe de ser malo. ¿Puede equivocarse todo el mundo y sólo tener la razón el raro de turno? No me sitúo en esa tesitura, porque creo que la razón, como la verdad, son espejos rotos, y todos poseemos algún fragmento. Pero, desde luego, mi parte de la verdad contiene argumentos que me pesan como losas y me obligan a una posición, quizá solitaria, pero moral.

Primero, lo primero, el carácter popular de la fiesta. ¿Resulta extraño? La historia de nuestros pueblos está llena de acontecimientos antropológicos que han movido masas ingentes de personas para contemplar la belleza de lo bárbaro. ¿Hay algo más cercano a lo antropológico que unos centenares de personas berreando mientras matan un toro en una plaza? Puede que el ser humano tenga algo de humano, pero en estas situaciones aflora lo más salvaje que lleva dentro. Además, como dijo el sabio Ortega y Gasset, no confundamos al hombre con el hombre-masa. La masa, por su naturaleza, ni decide, ni debate, ni se interroga. Y en estas mareas de miles, sin otro rumbo que el rumbo de la inercia, el individuo tiende a desaparecer. Sea como sea, el carácter popular de la fiesta no le otorga otro crédito que el que da la masificación. Y como bien sabe la historia, los grandes errores los han cometido las masas. No me sirve, pues, que sea popular. Corrijo: me sirve para mal... Pero, más allá de su carácter masivo, está la fiesta en sí­, y es aquí­ donde el alma de algunos se nos queda colgando de la percha de la tristeza. Pasaré por encima del gran botellón que representa, con las calles pertrechadas de jóvenes borrachos que confunden la diversión con diluir la sangre en alcohol. La alegrí­a con que se bebe, a todas edades y condiciones, durante los sanfermines, siempre me ha resultado un espectáculo deplorable. Pero si no son menores -¿nunca lo son?-, ni se dedican a mear por las calles, ni insultan al barrendero, que hagan lo que quieran con su cuerpo y mente, que cada cual encuentra la forma de dejar de tener apariencia humana. Sin embargo, los sanfermines no sólo se dedican a machacar el cuerpo de cada cual, sino que basan su fiesta grande en torturar a pobres animales cuya capacidad de decidir la diversión es evidentemente nula. Ver cómo unas decenas de animales nobles, con su sensibilidad, su derecho a la vida y su fuerza, son forzados a correr por calles repletas de miles de personas que les chillan, les insultan, les tiran todo tipo de objetos, y los conducen a una muerte segura y brutal, ver ese espectáculo es ver el espectáculo de la miseria humana. Desde luego, en esa fiesta, lo más humano es el toro. ¿Belleza? La belleza de la crueldad, que puede ser bella, tanto como es malvada. La sangre siempre es estética. ¿Valores? Los valores que contiene una fiesta de esta naturaleza, arraigan en una concepción primitiva de la masculinidad y, desde luego, entroncan al corredor con los tiempos en que la supervivencia viví­a sus épocas más primitivas. Es una fiesta de fuerza bruta. Pero hoy ya sabemos que los seres humanos somos los más brutos, tanto que ya hemos destruido miles de formas de vida, hemos pasado por el planeta como una plaga de langostas y, en nuestro delirio, podemos incluso destruirlo. Sabiendo que somos los más brutos, ¿hace falta demostrarlo por las calles de Pamplona? ¿Hace falta proyectar al mundo una concepción bárbara de la relación entre el ser humano y el animal? Con un añadido, que esa proyección que hace famosa a Navarra en todo el mundo, no la hace famosa para bien. Puede que todos los bárbaros norteamericanos, que nunca permitirí­an esa fiesta en su paí­s, vengan a correr por las calles navarricas. Pero no nos engañemos: se divierten bárbaramente en un paí­s que se lo permite. Probablemente muchos de ellos se divierten tanto como nos desprecian.

A estas alturas del artí­culo, con los amigos ganados a pulso y un marido cabreado -no serán noches de lujuria horizontal, mucho me temo-, me permito un paso más de tuerca. Si yo fuera navarra, y en algo me considero por adopción marital, sentirí­a una honda vergüenza. Un paí­s puede ser conocido, en todo el mundo, por su categorí­a cultural -y Navarra la tiene-, por sus cientí­ficos, sus genios del arte, su arquitectura, su gastronomí­a, su música... Pero ser conocida por perpetrar una fiesta donde se tortura a seres vivos con el desprecio de lo público y la maldad de lo impune, es poco honor y mucha miseria. La Navarra que yo amo no se acuerda de los sanfermines. Pero cuando lo recuerda, llora.

Pilar Rahola

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