El cruce de las miradas

El famoso psicólogo Jean Piaget describe con detalle como el niño a partir de su nacimiento muy pronto empieza a manejar las cosas que le rodean y así­ descubre la constancia de los objetos, y aunque la pelotita se esconda bajo la sabana él la sigue busca.

13 enero 2005
España.

El famoso psicólogo Jean Piaget describe con detalle como el niño, a partir de su nacimiento, muy pronto empieza a manejar las cosas que le rodean y así­ descubre la constancia de los objetos, y aunque la pelotita se esconda bajo la sabana él la sigue buscando; y no sólo descubre que los objetos son permanentes, sino que manejándolos aprende su forma y sus propiedades y más adelante aprende a clasificarlos y a ordenarlos de distintas maneras, y de aquí­ pasa a hacer operaciones abstractas y a relacionar causas y resultados, con lo que desarrolla su inteligencia y se hace capaz de entender el mundo que le rodea e incluso, si con el tiempo se dedica a la investigación, hará avanzar este conocimiento.

Pero el niño pequeño hace otras cosas. Por ejemplo, a los pocos meses, estando en brazos de su madre, cruza la mirada con ella y le sonrí­e. En el cruce de las miradas se le hace presente la presencia de otra persona y a partir de entonces la sonrisa sólo se producirá en relación con otras personas. Y muy pronto el niño descubre también, mucho antes que la permanencia de los objetos, no sólo la permanencia de las personas sino su identidad diferenciada; y pronto descubre también algo más: que las personas tienen intenciones que no siempre coinciden con las suyas. Por ejemplo, cuando su madre le acerca la cuchara a la boca con la intención de que la abra y él aparta la cara para oponerse. A partir de aquí­ interpreta los comportamientos ajenos en términos de intenciones y se muestra incluso dispuesto a atribuir intenciones a las cosas, una tendencia que los mayores desacreditan rápidamente. Con lo cual aprende así­ dos maneras de interpretar la realidad: una es explicar el mundo según las leyes de la causalidad, digamos cientí­ficamente, y otra interpretar los comportamientos de los demás en función de sus intenciones. E incluso si el niño un dí­a se convierte en un gran cientí­fico y pasa buena parte de su tiempo indagando la causalidad de todo lo que ocurre en el universo, no es difí­cil advertir que en el contexto de su vida personal es la interpretación de las intenciones ajenas y propias lo que le ocupará más tiempo y tendrá mayor influencia en su vida.

Pero la relación con los demás, que tienen sus propias intenciones, no es fácil. Sartre en su etapa existencialista describió en un pasaje de su obra una escena banal en un tranví­a. El protagonista mira distraí­damente al azar cuando su mirada tropieza con la de otro pasajero, ambos sostienen la mirada en una especie de reto hasta que uno de ellos la desví­a. Para Sartre este episodio es un excelente ejemplo de las relaciones entre los seres humanos que, en definitiva, son siempre relaciones de dominio o de dependencia. Una conclusión que recuerda la dialéctica del amo y del esclavo, clave de la historia universal para Hegel, o el origen del capitalismo según Marx, aunque para el Sartre de la época existencialista la oposición tiene otro significado más profundo: la imposibilidad del amor. Pues el enamorado pretende divinizar a la persona amada y con ello subordinarse totalmente a ella y al mismo tiempo pretende convertirse en Dios para el amado y por tanto subordinarla totalmente a sí­, una doble pretensión contradictoria que acaba en alguna formula de dominio y dependencia y, por tanto, con el fracaso del amor. Y así­ el ser humano se descubre encerrado en sí­ mismo y enfrentado con la falta de sentido de su existencia.

No parece difí­cil responder a Sartre en su mismo terreno. No es cierto que el cruce de las miradas implique necesariamente un enfrentamiento en la experiencia original: el niño en el pecho de su madre, el cruce de las miradas, no implica ninguna tensión y podrí­a prolongarse indefinidamente. Y en las personas adultas el mirarse serenamente a los ojos es una prueba que demuestra la profundidad de la relación y en los momentos álgidos del amor el cruce de las miradas personaliza la unión.

Así­, frente a una concepción que de la imposibilidad del amor enfrenta al ser humano con el sinsentido de la existencia, es posible oponer una concepción que hace del amor el fundamento de la existencia y de este modo le otorga sentido. Una actitud positiva y ciertamente más satisfactoria pero que no deja de ser problemática, pues creer que el amor es la realidad última y fundamental, creer que Dios es amor, y creerlo sinceramente, implica asumir como propio todo el dolor ajeno. Un dolor que a veces resulta excesivo. En uno de los libros más singulares de la Biblia, Job acusa a Dios de "reí­rse del dolor de los inocentes". ¿Cómo soportar el cruce de las miradas con un niño que padece de manera quizá irreparable?

Y no sólo el niño, también los animales son inocentes y sufren. Es cierto que, aunque tengan ojos, con la mayorí­a de ellos no podemos cruzar la mirada y asomarnos a su fondo. Miramos a la oveja que nos mira pero en su mirada no nos reconocemos. Pero sí­ con el perro. Berdiaief, un pensador ruso inspirado en la teologí­a de la iglesia oriental, dice que cruzar la mirada con un perro moribundo significa asomarse al misterio del universo. Y Unamuno, que no sé si habí­a leí­do a Berdiaeff pero que en todo caso simpatizaba con su perro, lo dijo en su "Elegí­a a la muerte de un perro", una de las poesí­as más impresionantes de la literatura española. "Morí­as con tus ojos/ en mis pupilas clavados/ tal vez buscando en éstas el misterio/ que te envolví­a/ y tus pupilas tristes/ preguntar parecí­an/ ¿a dónde vamos, mi amo?/ ¿a dónde vamos?". Lo que Antonio Machado, su compañero de generación, que con tanta frecuencia cantó el cruce de las miradas, resumí­a de una manera mas castiza: "Pensando que no veí­a/ porque Dios no le miraba/ dijo Abel cuando morí­a:/ Se acabó lo que se daba".

M. SIGUAN, catedrático emérito de la UB
[email protected]

 


 

Elegí­a a la muerte de un perro

La quietud sujetó con recia mano
al pobre perro inquieto,
y para siempre
fiel se acostó en su madre
piadosa tierra.

Sus ojos mansos
no clavará en los mí­os
con la tristeza de faltarle el habla;
no lamerá mi mano
ni en mi regazo su cabeza fina reposará.

Miguel de Unamuno

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