El dedo que acciona el gatillo

El rey Juan Carlos I ha desempeñado un papel indudablemente positivo en dos momentos delicados de nuestra historia reciente.

01 noviembre 2006
España.

El generalí­simo Franco nombró a Juan Carlos de Borbón como su sucesor en la jefatura del Estado, por lo que los franquistas no tuvieron más remedio que aceptarlo, por muy a regañadientes que fuera. Franco murió el 20 de noviembre de 1975 y sólo dos dí­as después Juan Carlos juró como Rey ante las Cortes del régimen moribundo. Al cabo de unos meses, Juan Carlos nombró jefe de Gobierno a Adolfo Suárez, ministro de la Falange reconvertido en instaurador de la democracia. El 23 de febrero de 1981 los fantasmas del anterior régimen todaví­a nos depararon el esperpento televisado del asalto al Congreso por Antonio Tejero al frente de 200 guardias civiles. Pistola en mano y dedo en el gatillo, Tejero mantuvo secuestrados a los diputados durante 18 horas, a la espera de que se le uniesen las unidades militares. Juan Carlos I, vestido de uniforme de capitán general, apareció en la televisión y ordenó a los militares que se mantuviesen dentro de la ley y obedeciesen a las autoridades legí­timas, con lo que las intentona quedó abortada. En ambas ocasiones Juan Carlos de Borbón, bien aconsejado, estuvo a la altura de las circunstancias.

En las distancias cortas, Juan Carlos es campechano y jovial, y fácilmente despierta la simpatí­a de sus interlocutores. No destaca por sus virtudes intelectuales ni por su fina sensibilidad, pero ello tampoco es exigible a un monarca constitucional, que en definitiva es una figura decorativa, a la que basta con no provocar escándalos para mantener su trono. Aquí­ no me refiero a pecadillos triviales, sino a conductas que produzcan indignación moral profunda o que choquen frontalmente con los valores de nuestra época.

Hoy en dí­a, la conciencia ecológica y bioética y la preocupación por la vida en nuestro planeta desempeñan un papel fundamental en la emergente cultura global. Aunque la caza tení­a mucho sentido durante el Paleolí­tico, lo perdió por completo tras la revolución del Neolí­tico, que tuvo lugar hace unos diez mil años. Es cierto que a los reyes asirios les llevaban leones en jaulas para que el monarca los alancease. Se suponí­a que el rey siempre estaba machacando cabezas de enemigos y que en los ratos libres se entretendrí­a matando animales. Todaví­a a mediados del siglo XX, los jerarcas del franquismo y los hombres de negocios enchufados intercambiaban favores corruptos a las sombra de la complicidad establecida durante sus cacerí­as compartidas, que además aliviaban su exceso de testosterona. Varias de las mejores pelí­culas del cine español, como La caza, de Carlos Saura, o La escopeta nacional, de Luis Garcí­a Berlanga, testimonian de este oscuro periodo.

En cualquier caso, ahora vivimos en el siglo XXI, cuyos valores e inquietudes no son los del Paleolí­tico ni los del Imperio Asirio y ni siquiera los del franquismo. Incluso en Inglaterra ya han prohibido su tradicional caza del zorro, y eso que el zorro no está en peligro de extinción. En su tiempo, Félix Rodrí­guez de la Fuente trató de atraer a Juan Carlos hacia la nueva sensibilidad, pero la muerte prematura del primero privó al segundo de una saludable influencia que quizás habrí­a acabado apartándolo del gatillo, por el que siempre ha sentido afición.

Las especies en peligro de extinción son objeto de intensa preocupación, sobre todo si se trata de animales tan notables y emblemáticos como el oso. Los osos, que ya eran abundantes en la pení­nsula Ibérica en el Pleistoceno medio, han sido perseguidos con saña hasta su casi total exterminio. ¿Dónde están los osos de Madrid, la villa del oso y el madroño, dónde están los osos que dan su nombre al gran monasterio gallego de Oseira? Los millones de niños enamorados de sus osos de peluche, ¿tendrán la oportunidad de ver osos de verdad en el futuro? La Unión Europea se está gastando millones de euros en reintroducir algunos osos en las zonas de las que habí­an desparecido, como los Pirineos. Un número grande y reciente de españoles comparte esta preocupación y contempla con indignación moral que todaví­a se sigan cazando estos magní­ficos y escasos animales.

La pulsión del dedo que aprieta el gatillo  y produce el derrumbe del animal grande y hermoso lleva a cazadores adinerados y sin escrúpulos a ofrecer sumas ingentes de dinero a agencias como Abies Hunting, especializadas en organizar cacerí­as terribles de elefantes en ífrica o de osos en Europa. La zona de Europa donde todaví­a podrí­a salvarse una población viable de osos está en los Cárpatos de Rumania, aunque incluso allí­ la población se ha reducido a la mitad en los últimos años y empieza a estar amenazada. El sanguinario dictador Nicolae Ceausescu solí­a desfogar sus malos instintos con la caza de osos desde su chalet de Covasna, en plena Transilvania, la tierra de Drácula. El ex comunista Adrian Nastase fue el primer ministro de Rumania hasta diciembre de 2004, en que perdió las elecciones ante el demócrata Traian Básescu. Nastase era también presidente de la Asociación Rumana de Cazadores y atraí­a a personajes ricos o influyentes conocidos por su afición al gatillo con la promesa de ofrecerles osos que fusilar y, para mayor morbo, alojándolos en el chalet de caza del mismí­simo Ceausescu.

En octubre de 2004, en los últimos dí­as de Nastase en el poder, la agencia Abies Hunting organizó a Juan Carlos de Borbón un viaje privado para matar osos en los Cárpatos. El Rey pasó el fin de semana en Covasna, hospedado en el chalet del dictador Ceausescu, y le dio gusto al dedo accionando y abatiendo a tiros a cinco osos y otros animales. El escándalo estalló en la prensa rumana y rápidamente dio la vuelta al mundo a través de Internet. Apenas tres meses, en enero de 2005, la prensa austriaca dio a conocer una nueva cacerí­a de Juan Carlos, llegado expresamente en avión privado a Graz con la correspondiente comitiva de guardaespaldas. Tanta cacerí­a lejana empezaba a oler a chamusquina. El diputado Joan Tardá preguntó al Ejecutivo si pensaba pedir disculpas al pueblo rumano y si le parecí­a ético que el Rey gastase el dinero que le otorga el Estado en la caza de especies que en muchos paí­ses europeos, incluida España, están protegidas por la ley. El senador Iñaki Anasagasti interpeló al Gobierno español para saber €œcuánto cuestan estas cacerí­as, quién las paga y con qué gente va€. El Gobierno se escabulló como pudo, contestando que las cacerí­as son €œactividades de carácter privado€ de la Casa Real y que, por lo tanto, están €œexcluidas de refrendo por parte del Gobierno€. También declinó informar sobre su costo, ya que €œel Rey recibe de los Presupuesto del Estado una cantidad global... y distribuye libremente la misma€. El portavoz de la Casa Real mantuvo su mutismo, alegando no tener acceso a la agenda privada del Rey.

Pero ni por esas. La pulsión de apretar el gatillo parece ser incontenible. En octubre de 2006, Juan Carlos volvió a ir en avión especial nada menos que a Rusia a fin de abatir otro oso. El diario moscovita Kommersant ha publicado la carta del técnico responsable de la caza en la provincia rusa del Vólogda, donde habí­a tenido lugar la presunta cacerí­a, consistente en colocar delante del rey a un €œbondadoso y alegre oso€ del zoo local, llamado Mitrofán, transportado en una jaula y soltado para que el rey lo abatiese de un tiro, como así­ ocurrió, por lo que el técnico lamenta que con estas prácticas €œse transforme la caza en una payasada sangrienta.€

La noticia de que el Rey de España habí­a ido hasta Rusia en avión especial a matar a un oso drogado enseguida ha dado la vuelta al mundo. La Casa Real se ha limitado a poner en duda que el oso estuviera drogado, que es lo de menos. Estas cacerí­as de animales protegidos o en peligro no incrementan precisamente el prestigio del Monarca y seguro que en su misma familia gozan de limitada aceptación. Alguien deberí­a aconsejar al Rey, por su propio bien, que de una vez por todas aparte el dedo del gatillo.


Jesús Mosterí­n
Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofí­a del CSIC
Artí­culo publicado en El Paí­s el miércoles 1 de noviembre de 2006

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