La Cataluña bárbara

El denso y bien aguerrido ejército de personas que no entienden qué puñetas hacemos algunos perdiendo el tiempo en la defensa de los animales creerá que el artí­culo merecerí­a causa más noble.

02 agosto 2004
España.

El denso y bien aguerrido ejército de personas que no entienden qué puñetas hacemos algunos perdiendo el tiempo en la defensa de los animales creerá que el artí­culo merecerí­a causa más noble. Ciertamente, la Cataluña bárbara tiene muchas caras, algunas de ellas directamente conectadas a sus cloacas más oscuras. Nuestros niños de la prostitución, por ejemplo, nuevo paisaje de almas rotas que llegan en los camiones invisibles de las redes mafiosas para solaz de nuestra clientela de orden. O ese cuarto mundo que asoma su incómoda cabeza entre las rejas de la tierra que pisamos y que no vemos, porque es la negación de la mirada la que garantiza nuestra felicidad. Podrí­a hablar también de la especulación urbaní­stica que destruye nuestro litoral con la voracidad de la perversión económica, esos Cadaqués que lindan al norte con la corrupción y al sur con la pura y dura impunidad. O la barbarie de nuestro subsuelo contaminado a golpe de cerdo catalán, pata negra. O... Pero precisamente porque todo nos apela, nos concierne, nos compromete y nos indigna más que los pobres animales, nunca les toca a ellos nuestro compromiso y nuestra indignación. Y sin embargo, la Cataluña bárbara muestra su cara más ferozmente antropológica, su mayor vocación de Atapuerca, precisamente en la saña con que trata su elemento más frágil de la cadena vital, las otras vidas de la vida compartida.

Pero ¿cómo?, me dirán, Cataluña la grande, la que ama a los animales, la que hizo hace mil años una ley que se parecí­a a una ley sobre protección, la que ha conseguido parar a Távora y su obsesión por mezclar muerte y cultura, esa Cataluña ¿es bárbara? ¿No estamos muy por encima, en sensibilidad, de algunas tierras cercanas? Me temo, para desgracia de la autoestima, que Cataluña no solo está descuidando su vocación animalista -si la tuvo-, sino que está quedando muy por detrás de algunas comunidades consideradas otrora ejemplos de barbarie. La falta de autoridad del Gobierno que tendrí­a que gobernar, su tendencia a mantener contentos a los lobbies económicos que presionan insistentemente, su miedo a perder tres votos y medio por culpa de algún toro de nada (aunque no le importe perder hacienda, votos y dignidad en un plan hidrológico) y, en resumen, la falta de interés respecto a la crueldad animal nos han llevado a la situación actual. Una situación que, entre sus muchas variantes -como la posibilidad de una granja de primates en Camarles, o el exterminio legal de miles de perros y gatos sin segunda oportunidad, o la esotérica proliferación de correbous nuevos-, tiene ahora un nuevo motivo para la vergí¼enza. Me refiero a esa variante de la crueldad sin refinamiento que son los toros ensogados (bou capí§allat) y de fuego (bou embolat), que no sólo no han sido prohibidos por la Generalitat, sino que han crecido considerablemente con total impunidad. Las denuncias son archivadas (como la que la Asociación Nacional para la Protección y el Bienestar de los Animales presentó contra el Ayuntamiento de Alcanar, que la Generalitat se pasó por el forro) y en las zonas del Baix Ebre y el Montsií , donde esta práctica ha crecido hasta el 66%, sin poderse amparar en ninguna 'tradición', una ley tendrí­a que prohibirla en su nuevo redactado, pero, ¡vaya por donde!, topa con el diputado de CiU Joan Maria Roig i Grau, casualmente alcalde de Amposta y amante de la barbaridad en cuestión... ¿Será por ello que sólo en Amposta la práctica de poner cohetes con fuego en la cabeza de los animales -que se vuelven literalmente locos- o de ensogarlos para que un grupo de bestias se dediquen a tirarles de los cuernos ha crecido el 40%? Y ello teniendo en cuenta que, ley obsoleta en mano, toda nueva práctica es ilegal. Pero claro, como resulta que en el sur del principado existen cinco de las seis ganaderí­as de toro bravo que anualmente destinan más de un millar de cabezas a los correbous, ¿quién es el convergente, malo, malo, que se pone a discutir con el dinero?

Al fin y al cabo, por mucha retórica nacional-católica (con san Escrivá incluido) que se lleven a la boca, ¿no es la bandera financiera la que ondea en los despachos patrios?

Y así­ estamos, en este curioso paí­s que se levanta por la mañanas tirando al suelo los viejos toros de Osborne que le queden en las montañas y por la noche disfruta con la tortura impune de animales nobles. Cataluña no sólo ya no es pionera en la lucha contra la barbarie animal, sino que empieza a consolidar un currí­culo de torturas que la convierte en envidia de otros bárbaros lejanos. Mientras comunidades como Castilla-La Mancha, Castilla y León (que sólo permite alguna excepción si se puede demostrar una antigí¼edad ininterrumpida de más de 200 años) e incluso Madrid han legislado contra los toros embolados o ensogados, han sancionado a los que incumplí­an la normativa y han actuado con rigor, Cataluña permite el aumento indiscriminado de la práctica, no sanciona, no censura, archiva denuncias y, en definitiva, pasa olí­mpicamente de la degradación que lentamente vamos padeciendo. Por un lado, esa falta permanente de autoridad que demuestra la autoridad catalana, capaz de proclamar la República en sus sueños de verano e incapaz de levantar un expediente a un empresario amigo. Por el otro, la falta de sensibilidad respecto a la tortura contra los animales, por mucho antitaurino suelto que haya por estos lares. Y finalmente, el gusto por lo bárbaro, creciente en estos tiempos de muerte de la inteligencia. Así­ nos va hoy por hoy: matamos más toros, los quemamos más, los ensogamos más, pero somos los mejores.

Señor Joan Maria Roig i Grau, esto es una barbaridad. Eso sí­, una barbaridad muy catalana.

Pilar Rahola 
Diario El Paí­s. Madrid

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