En 'Accidens' no se quería solo planchar al bogavante, sino que antes se debía sublimar la plancha
Hace 40 años, Peter Brook, uno de los mitos del teatro contemporáneo, hizo quemar en Londres a una mariposa. El espectáculo se llamaba US y consistía en el monólogo de un actor que exponía ante el respetable, con frialdad, las consecuencias atroces del napalm en un ser humano gaseado. La guerra del Vietnam estaba en su apogeo y el panfleto de Brook buscaba la toma de conciencia del ciudadano ante aquella salvajada. La mariposa actuaba como una inocente actriz secundaria, desconocedora del final que le esperaba. Mientras el actor tenía entre sus dedos al lepidóptero, este batía sus alas con desesperación. Al final, sin más, tras el alegato, el actor sacaba un encendedor del bolsillo y quemaba a la mariposa. Unos segundos y ¡zas!: cenizas. El público se indignó. La lección de Brook era esta: ¿no os habéis inmutado ante el discurso del napalm y ahora os emocionáis por una mariposa chamuscada?
Cuarenta años después, el discurso del dramaturgo Rodrigo García, responsable de la acción Accidens. Matar para comer, se parece a la provocación de Brook. El animal en cuestión no es una mariposa, sino un espécimen algo mayor. Se trata, ustedes ya lo saben, del bogavante que debía asarse en vivo en la función de clausura del ciclo Radicals lliures y que la Generalitat no autorizó en virtud de la ley de protección de los animales. García quería, según él, que el público reflexionara sobre la brutalidad de los accidentes en carretera (él sufrió uno) y parió lo del bogavante porque "es difícil temblar ante la idea de la muerte abriendo una lata de atún en salsa en la cocina de casa". Se supone que izando al animal para dejarlo colgando de unos hilos, poniéndole un amplificador en el caparazón para que oigamos su estrés y colocándolo luego en la plancha que está al rojo vivo, bueno, pues se supone que con todo eso el espectador está más predispuesto a imbuirse de la "metáfora de la ago- nía y la muerte".
En cualquier caso, aunque las dos funciones se parecen, el aparato teórico que las sustenta es distinto. Los tiempos han cambiado. En el texto del Lliure que justifica el ciclo se lee que "la idea de presentar, antes que representar, se convierte en una obsesión común en todo el arte de la modernidad". La representación se ve superada por una "ambición de verdad apoyada en gestos éticos de componente materialista". Es una "pulsión de muerte que vincula la escena con sus orígenes religiosos". Es decir, que no se trata solo de planchar al bogavante sino que, para plancharlo, uno tiene antes que sublimar la plancha.
La utilización de animales en el teatro o en el cine tiene una larga tradición. Incluso su muerte. Recuerdo esas escenas impactantes de La familia de Pascual Duarte en las que José Luis Gómez disparaba a quemarropa contra un perro o la emprendía a navajazos con una mula. O la famosa corrida de Távora en Carmen, con la muerte real del toro en el contexto de la ópera de Merimée y Bizet. O, más cerca, el degüello de un cordero en El cel massa baix, dirigida por Josep Pere Peyró. En este caso, el cordero se degollaba antes de la función, pero la Generalitat también lo prohibió, aunque en la resolución del bogavante figura esa frase histórica: "El hecho de exhibirlo una vez cocinado no está prohibido". Es decir, uno puede comer cuscús de cabrito e incluso uno puede enamorarse de una cabra, como Josep Maria Pou en la tragedia de Albee, pero de lo que se trata es de no ver sufrir al animal.
Y aquí viene la pregunta del millón, esa pregunta por la que pasa una corriente cada día más extensa de la reflexión filosófica actual. ¿Sufren los animales? Y, si sufren, ¿no estamos haciendo con ellos, cada día, de manera recurrente y periódica, planificada, lo mismo que los nazis hicieron a los judíos en Treblinka? Un momento. Digo Treblinka y me hago esta pregunta porque es la misma que se hace el Nobel J.M. Coetzee en su singular, bellísima, Elisabeth Costello. Ocho lecciones: "Estamos rodeados por una empresa global de degradación, de crueldad, de matanza, capaz de rivalizar con todo lo que llegó a hacerse durante el Tercer Reich". Costello es consciente de su paranoia, pero no puede dejar de atormentarse por la sistemática falta de humanidad que capta a su alrededor.
Como advierte el filósofo Jesús Mosterín, "sin llegar a plantear cuestiones extremas como si hemos de hacernos vegetarianos o dar la libertad a todos los animales, tenemos dos obligaciones hacia aquellos a los que hemos hecho prisioneros para comérnoslos: tratarlos como miembros de la especie a que pertenecen y matarlos, cuando lo hagamos, sin dolor". La relación moral que tenemos con los animales está cambiando. He citado a dos, pero podríamos añadir a la lista a Peter Singer, por ejemplo, que busca conceder tres derechos fundamentales a los primates: el derecho a la vida, a la libertad y a no ser torturados. Sabiendo, como sabemos, que nos separa de ellos un ridículo porcentaje de similitud en la secuencia del ADN, tampoco parece tan descabellado.
Una espectadora, tras Accidens en Turín (donde sí asaron al bogavante), le dijo a García: "No me ha gustado nada su espectáculo, pero de los miles de bogavantes que hoy han muerto en las cocinas el único que tiene algún sentido es el suyo". ¿Puede el arte usar la muerte en directo para transmitir belleza o repulsa, o para causar impacto? ¿Tiene bula el arte por ser arte? ¿Es lo mismo una mariposa que un toro o un chimpancé? ¿Estamos llegando demasiado lejos o quizá deberíamos ir más allá y apostar todos por la lechuga?
Publicado en El Periódico, 28 mayo 2007. Enlace a la fuente original.
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