Las corridas de toro: reflexiones de un extranjero

Carlos Santoys

Hace unos meses, la Cámara Baja del gobierno inglés —contra viento y marea de altos rangos sociales, políticos y económicos– aprobó por ley « la prohibición de la caza del zorro» a partir de febre-ro del 2007. La caza del zorro, aplaudida por unos y criticada por otros, ha sido una de las llamadas tradiciones que ha caracterizado al genuino “mundo inglés” durante cientos de años. La mayoría de los ingleses —representados por esta Cámara– ha sabido decir: “NO, basta ya, seamos más civilizados; estamos ya en el Siglo XXI ¿hasta cuándo vamos a seguir disfrutando del acoso, sufrimiento y muerte del zorro?”  Y me ha surgido la misma pregunta, pero con otro extraordinario animal: ¿hasta cuándo vamos a permitir en este país, que se dice civilizado, progresista y europeísta, las corridas de toro?

¿Cuánto cuesta ver sufrir a un soberbio y precioso animal? Siempre supe que en España todavía existí-an las corridas de toro; que venía a vivir a un país donde estos «eventos», por llamarle de alguna mane-ra, tenían algo de popularidad ¬y que estas llamadas «Fiestas Nacionales» se realizaban desde hacía cientos de años. Cuando llegué me dijeron que la tradición estaba muy arraigada en el pueblo y había quien consideraba estas corridas parte de la «cultura» del pueblo. Después supe que Goya, en sus dibu-jos taurinos —muy lejos de lo que se pensaba– no hizo otra cosa que criticar en su colección el horror del hecho y de la acción y la agonía del animal. También vi con pavor, cómo en cualquier tarde, en horas de mayor audiencia infantil, se transmitían estos actos sangrientos por los canales de televisión.

Me daban la justificación de siempre: que era para demostrar la valentía e inteligencia del hombre fren-te la fuerza bruta del animal y que si no se hacían las corridas de toros, estos “maravillosos ejemplares de lía (vaya cinismo) iban a desaparecer”; que uno de los objetivos principales era conservar la bravura de la raza; claro está... siempre me omitían el gran negocio que representan estas corridas para el sector taurino, cosa que ya en estos momentos se pone en duda.

Pero, ¿cuántas veces —cien, doscientas, mil veces– tenemos que demostrar que como personas, debe-mos ser (o tratamos de ser) más inteligentes que el resto de los mortales? ¿Es que demostramos ser más inteligentes que el toro cuando lo hacemos sufrir, cuando lo torturamos en una plaza durante alrededor de media hora? Repito y sépase bien: a eso se le llama “inteligencia humana”.

Para estar en fiesta y sentirnos bien, contentos y satisfechos —y sobre todo, sentirnos personas, que es lo más importante– en una plaza de toros, necesitamos cubrir la arena de rojo; necesitamos ver jadear de cansancio a la extenuada bestia; necesitamos que sus ojos, casi salidos de sus órbitas, brillen como nunca han brillado, de tanto dolor y sufrimiento; necesitamos que la sangre de su cuerpo salga a borbo-tones de su martirizado y casi descuartizado lomo, para que el animal se vaya debilitando, poco a poco, y sea más fácil para el torero la estocada final.

Eso de la conservación de la bravura de la raza, nunca me lo creí. Cuando me lo decían, me imaginaba a un torero, con sus pantalones bien apretados y  llenos de lentejuelas, toreando a un león en plena selva de Tanzania, para que la especie (Panthera leo) pueda conservar su bravura y no se extinga. Ya que están tan preocupados por conservar las especies, —que según nos hacen ver con estas acciones, los toreros tienen espíritu de ecologistas–, por qué no se reúnen todos, sin que falte uno, se montan en un barco de los Greenpeace, y se van a «torear» con alguna iniciativa constructiva y no destructiva, a las ballenas de las frías aguas del Atlántico Sur, que bien hace falta, a ver si las pobres pueden sobrevivir unos cuantos años más hasta que la maldad y la avaricia del hombre acabe con la especie.

 No cabe duda que la tradición es la tradición; pero cuando es para mejorar como personas, puede rom-perse y podemos romperla cuando nos lo proponemos: ahí tenemos el ejemplo inglés. Desgraciadamen-te, vamos por malos caminos: esto se está convirtiendo en una cuestión de lucha partidista y se está apartando de lo que en realidad pudiera ser: una medida netamente humana. Ya en un programa de te-levisión un contertulio vaticinó “la destrucción de la identidad de España” cuando se promulgue una ley prohibiendo las corridas de toros. Pero a todo le queremos sacar lasca o zumo.

Todos sabemos que es más fácil divertir que dar cultura a la población. Para esto último se necesita de imaginación, verdadera inteligencia, creatividad y deseos de hacer las cosas bien. Quizás dentro de treinta o cincuenta años, nuestros hijos o nietos, —por lógica, más cultos y civilizados que todos noso-tros–, puedan convertir todas las plazas de toro en grandes anfiteatros; y que en lugar de sangre roja sobre la arena, sólo sirvan estas antiguas plazas para emanar cultura sobre una gran plataforma y un esplendoroso césped verde. Cuando eso ocurra, yo, no sé dónde, estaré feliz y sonriente.