Vivir de nuestra herencia

Como generación, hemos heredado los recursos acumulados de nuestro planeta: suelos fértiles, bosques, petróleo, carbón y minerales como hierro y bauxita.

03 agosto 2004
D.C., United States.

Como generación, hemos heredado los recursos acumulados de nuestro planeta: suelos fértiles, bosques, petróleo, carbón y minerales como hierro y bauxita. El siglo XX se inició con un entorno global relativamente limpio y estable. Sobre esta base, hemos levantado una economí­a que produce, pera los ciudadanos de clase alta y media de las naciones desarrolladas, un nivel de lujo sin precedentes, complementado con una extraordinaria variedad de artefactos. Actualmente, la economí­a global produce en diecisiete dí­as tanto como a finales de siglo la economí­a de nuestros abuelos producí­a en un año. [6] Damos por supuesto que esta expansión puede continuar sin lí­mites, pero la economí­a que hemos construido depende del consumo total de nuestra herencia. Desde mediados de siglo el mundo ha doblado su uso per cápita de energí­a, acero, cobre y madera. En ese perí­odo el consumo de carne se ha duplicado y la posesión de coches se ha cuadruplicado; y éstos eran productos que ya en 1950 se utilizaban en grandes cantidades. El incremento de materiales relativamente nuevos, como el plástico y el aluminio, es todaví­a más alto. Desde 1940, los norteamericanos han consumido una parte de los recursos minerales del planeta tan grande como la que previamente habí­an usado todos los demás paí­ses juntos. [7]

En cierta ocasión leí­ acerca de un dirigente empresarial cuya sección era la que menos rendí­a en la empresa. La productividad era abrumadora, y parecí­a inevitable que la sección en cuestión estuviera generando pérdidas. Sin embargo, año tras año, las cuentas mostraban que la sección habí­a producido unas respetables ganancias. El secreto consistí­a en que un gerente de la sección habí­a adquirido una gran parcela de terreno previendo una posible expansión futura. El crecimiento de las zonas residenciales habí­a incrementado mucho el valor del terreno, y el gerente de la sección se dedicaba a vender un trozo del mismo cada año, obteniendo así­ unos buenos beneficios. Su superior inmediato era consciente del truco que se escondí­a tras los buenos resultados anuales, pero no tení­a interés en ponerle fin, pues lo buenos resultados de aquella sección mejoraban el aspecto de los resultados conjuntos de las distintas secciones de que era responsable. Con nuestras cuentas nacionales empleamos el mismo truco. En lugar de vivir de lo que producimos, estamos consumiendo capital. Cuanto más deprisa talamos nuestros bosques, vendemos nuestros minerales y agotamos la fertilidad de nuestro suelo cultivable, más crece nuestro PIB. En nuestra estupidez, consideramos esto un indicio de prosperidad, antes que un signo de la rapidez con que dilapidamos nuestro capital. La pauta es la misma, desde la comida que tomamos hasta los gases que emiten nuestros automóviles. Tomamos de la tierra lo que queremos y dejamos atrás vertederos de desechos quí­micos tóxicos, rí­os contaminados, mareas negras en los océanos y desperdicios nucleares que serán tóxicos durante decenas de miles de años. La economí­a es un subsistema de la biosfera que no deja de precipitarse a gran velocidad hacia los lí­mites del sistema mayor.

Muchos de los costes del crecimiento económico nos son familiares desde que las fábricas de la revolución industrial comenzaron a inundar de humo toda Inglaterra, y una zona otrora verde de las West Midlans quedó tan expoliada y cubierta de mugre industrial que todaví­a se la conoce como 'la región negra'. sin embargo, sólo ahora nos damos cuenta de que nuestro más valioso y finito recurso es la propia atmósfera. Solemos considerar el siglo XIX como un periodo de industrias sucias que contaminaban la atmósfera, pero desde 1950 la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera se ha incrementado más que en los dos siglos precedentes. La consecuencia de todo esto, probablemente, será el fin de la estabilidad del clima, con el efecto inmediato de que las temperaturas del planeta sean más altas que en ningún otro momento de la historia humana. [8] La lluvia ácida, otro resultado de la contaminación atmosférica, está destruyendo los antiguos bosques de Europa y Norteamérica. La utilización de gases que destruyen la capa de ozono es un tercer problema atmosférico que, según la Environmental Protection Authority de Estados Unidos, en los próximos cincuenta años provocará 200.000 fallecimientos por cáncer de piel. [9]

Piénsese en los alimentos, algo básico para la vida que normalmente no asociamos con el consumismo. Estados Unidos comenzó el siglo con algunos de los suelos cultivables más ricos y profundos del mundo. En la actualidad, los métodos de cultivo que se utilizan son responsables de la pérdida de unas 7.000 toneladas anuales de tierra negra; Iowa, por ejemplo, ha perdido cerca de la mitad de su tierra negra en menos de un siglo. En las zonas secas, estos métodos están consumiendo los depósitos subterráneos de agua, como el Acuí­fero Ogallala, que se extiende por debajo del territorio ganadero que va desde la región occidental de Texas hasta Nebraska, un recurso irreemplazable que ha tardado millones de años en acumularse. Por último, y todaví­a más importante, estos métodos agrí­colas son también de energí­a intensiva y requieren combustibles fósiles para la maquinaria y para la producción de fertilizantes quí­micos. Tradicionalmente, la agricultura era un modo de utilizar la fertilidad del suelo y la energí­a proporcionada por la luz solar para incrementar la cantidad de energí­a disponible. El maí­z cultivado por los pequeños agricultores mexicanos, por ejemplo, produce 83 calorí­as de energí­a por cada calorí­a de energí­a generada por los combustibles fósiles utilizados. La carne de vacuno producida industrialmente en Estados Unidos invierte la ecuación: requiere 33 calorí­as de energí­a alimentaria que produce. Hemos desarrollado un sistema de agricultura que se basa en consumir energí­a almacenada en lugar de captar la energí­a solar.

Nada de esto se hace en respuesta a una hambruna o problemas de malnutrición. El principal responsable es el hábito de consumir grandes cantidades de carne, especialmente de vacuno. Aunque en Estados Unidos y otros paí­ses desarrollados el consumo de carne roja ha decrecido en los últimos años, sigue a niveles que, históricamente, se hallan muy por encima de los de otras culturas. La imagen occidental de la buena vida incluye un filete en cada plato y un pollo en cada bolsa de papel de plata. Para producir esto hemos inventado un tipo completamente nuevo de granja donde cerdos, pollos y terneros nunca ven la luz del dí­a ni andan por los campos, y donde el ganado pasa la mayor parte de su vida encerrados en comederos, atiborrándose de grano en lugar de pastar en la hierba para la que sus estómagos están preparados. Los animales han dejado de ser considerados seres sensibles como nosotros; ahora se los trata como a máquinas de convertir grano barato en valiosa carne. [10] Ya he abordado en otro lugar la ética de nuestro trato hacia los animales y aquí­ sólo cabe mencionar la ineficacia de la crí­a intensiva de animales.

Estamos utilizando los mejores suelos cultivables para obtener grano y soja con que alimentar a reses, cerdos y pollos que sólo aportarán una mí­nima parte de su valor alimentario a los seres humanos que los consuman. Cuando criamos ganado industrialmente, sólo el 11% del grano incide en la producción de la carne; el resto se quema como energí­a o es excretado o asimilado por partes del cuerpo que no se consumen. El ganado criado industrialmente produce menos de 50 kilos de proteí­na a partir del consumo de 790 kilos de proteí­na vegetal. [11] La enorme demanda de carne vacuna de las naciones industrializadas es una forma de consumo que nos lleva a utilizar más y más tierra y recursos. En los paí­ses ricos cada ciudadano es responsable del consumo de casi una tonelada de grano al año; en la India, de sólo un cuarto de tonelada. La diferencia no obedece a que consumamos más pan o más pasta (serí­amos fí­sicamente incapaces de consumir tanto grano de esa manera) sino al grano oculto detrás de cada filete, de cada loncha de jamón y cada muslo de pollo que tomamos.

Dado que equiparamos la buena vida con la presencia de carne en nuestra mesa, actualmente en el planeta el número de animales triplica al de seres humanos. El peso de 1.280 millones de cabezas de ganado es mayor que el de toda la población humana. En los últimos treinta años, más del 25% de los bosques de América Central han sido talados para que el ganado pueda pastar allí­. En Brasil, los bulldozers siguen despejando la selva amazónica para que el ganado pueda pastar durante unos años. Ya han desaparecido más de 40 millones de hectáreas, una extensión mayor que todo Japón. [12] Una vez el suelo pierda su fertilidad, los ganaderos se marcharán, pero la selva no renacerá. Cuando los bosques son talados liberan hacia la atmósfera miles de toneladas de dióxido de carbono, lo que hace aumentar el efecto invernadero.

La enorme población animal criada para el consumo alimentario contribuye al calentamiento del invernadero no sólo mediante la destrucción de los bosques tropicales. El ganado emite con su ventosidades grandes cantidades de metano, el más potente de los gases causantes del efecto invernadero. Se estima que el ganado mundial produce el 20 % del metano liberado a la atmósfera, y el metano atrapa veinticinco veces más calor solar que el dióxido de carbono. Los fertilizantes quí­micos utilizados en el cultivo de grano para los animales produce óxido nitroso, otro gas que contribuye al efecto invernadero. El uso de combustibles fósiles también contribuye a crear dicho efecto. Al consumir tantos animales y productos animales contribuimos a calentar el planeta. Los efectos locales de esto son difí­ciles de predecir, pero algunas zonas que ahora abastecen a grandes poblaciones podrí­an sufrir sequí­as, mientras que otras recibirí­an más lluvia. Lo que sí­ resulta predecible es que el nivel del mar -que ya se ha elevado entre 10 y 20 centí­metros a lo largo del siglo pasado- se elevará más a medida que el hielo polar se funda. El Equipo Intergubernamental sobre Cambios Climáticos estima que para el año 2070 la elevación será de 44 centí­metros. [13] Esto significa que podrí­an desaparecer naciones insulares, tales como Tuvalu, Vanuatu, las islas Marshall y las Maldivas. Se ha informado que el gobierno de las Maldivas ya ha tenido que evacuar cuatro islas. Un informe sobre las islas Marshall elaborado por la National Oceanic and Atmospheric Administration de Estados Unidos concluye que, en el lapso de una generación, 'puede ser peligroso vivir en muchas partes de las islas'. [14] Esto ya es bastante preocupante, pero la pérdida de vidas humanas podrí­a ser aún mayor en zonas bajas densamente pobladas como el delta del Nilo y la región delta de Bengala. Esta última, que constituye cerca del 80 % de Bangladesh, ya tiende a sufrir violentas tempestades e inundaciones. Sólo en estas dos regiones, el egoí­smo de los ricos , al producir la subida del nivel del mar; está poniendo en peligro la vida y la tierra de 46 millones de personas. [15] Además, podemos esperar la pérdida total de algunos ecosistemas, y de las especies animales que habitan sólo en ellos, ya que muchos de dichos sistemas no podrán adaptarse al cambio climático que, inducido artificialmente, se extiende con gran rapidez.

Peter Singer
Profesor de Bioética Ira. W. DeCamp, University Center for Human Values, Universidad de Princeton
Extraí­do de í‰tica para vivir mejor, Barcelona, 1995

Notas
6 Sandra Postel y Christopher Flavin, 'Reshaping the Global Economy', en Lester R. Brown (ed.), State of the World, 1991: The Worldwatch Institute Report on Progress Towards a Sustainable Society, Allen Unwin, Sydney, 1991, pp. 186.
7 Alan Durning, 'Asking How Much is Enough', en Lester Brown (ed.), State of the World, 1991: The Worldwatch Institute Report on Progress Towards a Sustainable Society, Allen & Unwin, Sydney, 1991, pp. 154, 157.
8 Para una documentación completa, véase Sandra Postel y Christopher Flavin, 'Reshaping the Global Economy', p. 170.
9 'Ozone Hole Gapes Wider', Time, 4 de noviembre de 1991, p. 65
10 Véase en especial mi libro Animal Liberation, 2ª ed., New York Review, Nueva York, 1990.
11 Jeremy Rifkin, Beyond Beef, E. P. Dutton, Nueva York, 1992, p. 152. Sobre los costes medioambientales de la producción de animales véase la obra de Alan B. Durning y Holly B. Brough, Taking Stock: Animal Farming and the Environment, Worldwatch Paper 103, Worldwatch Institue, Washington, DC, 1991.
12 Sandra Postel y Christopher Flavin, 'Reshaping the Global Economy', p. 178.
13 Fred Pearce, 'When the Tide Comes in...', New Scientist, 2 de junio de 1993, p. 23.
14 ' "Don´t Let Us Drown", Islanders tell Bush', New Scientist, 13 de junio de 1992, p. 6.
15 Véase Jodi L. Jacobson, 'Holding Back the Sea', en Lester Brown et al, State of the World, 1990: The Worldwatch Institute Report on Progress Towards a Sustainable Economy, Worldwatch Institute, Washington, DC, 1990.

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