Tradición vs. ética

Llega septiembre, y regresa con él como cada año la polémica que rodea a la histórica ciudad de Tordesillas. La razón no es otra que la inclusión en el programa festivo del encierro y lanceamiento de un toro. La cosa no es broma: dirigen al desconcertado animal desde la villa hasta los márgenes del rí­o, y allí­ le clavan lanzas hasta matarlo, circunstancia que no se produce de forma inmediata, como es lógico, sino después de una prolongada agoní­a de la ví­ctima.

11 septiembre 2005
Bilbao, España.

 

7 de septiembre de 2005

Llega septiembre, y regresa con él, como cada año, la polémica que rodea a la histórica ciudad de Tordesillas. La razón no es otra que la inclusión en el programa festivo del encierro y alanceamiento de un toro. La cosa no es broma: dirigen al desconcertado animal desde la villa hasta los márgenes del rí­o, y allí­ le clavan lanzas hasta matarlo, circunstancia que no se produce de forma inmediata, como es lógico, sino después de una prolongada agoní­a de la ví­ctima.

Pero, ¿en qué consiste exactamente la polémica? ¿Tras qué argumentos se parapetan las -digámoslo de esta forma- las partes enfrentadas? Si tuviéramos que resumir en un solo término cada una de ellas, probablemente serí­an algo así­ como «la tradición» y «la ética». Ello nos conduce a presuponer que ambos conceptos son en cierto modo incompatibles, cuando tal cosa no es cierta, como es fácil deducir. La mayor parte de las tradiciones son en general respetuosas, y no conllevan desde luego violencia gratuita. Ellas son el mejor ejemplo de que tradición y ética pueden ir de la mano sin mayores problemas. Otras, por el contrario, como las agresiones a las mujeres en el ámbito doméstico, la aplicación legal de la pena de muerte o ciertos festejos populares como el Toro de la Vega, implican grandes dosis de violencia, sea ésta ejercida con puños, mediante una soga o recurriendo a varas metálicas.

El efecto viene a ser el mismo en todos los casos: el sufrimiento de la ví­ctima, y casi siempre la muerte. Es más que probable que en este punto algún lector o lectora se haya sentido indignada por la comparación que establezco entre algunos casos de sufrimiento humano y otro de padecimiento animal. He de decir que, más allá de establecer una simple comparación, lo que estoy haciendo en realidad es poner en práctica una equiparación en toda regla. Porque, mientras no se demuestre lo contrario -y tal cosa no ha sucedido aún, se lo aseguro-, el mismo grado de dolor y sufrimiento resulta igual de indeseable para cualquier ví­ctima, por encima de cuestiones como su género, sus cuentas con la justicia y, naturalmente, su especie biológica. Si una mujer sufre innecesariamente, nada que no sea el más burdo egoí­smo puede hacer que nos quedemos cruzados de brazos. Lo mismo deberí­a suceder ante un reo condenado a la horca. Y cada vez más gente cree que esta consideración moral debiera traspasar la frontera de lo humano y aceptar a los demás animales (a los que bien podrí­amos etiquetar como animales no humanos, por cuestiones de sintaxis elemental). La historia de la humanidad es la historia del progreso, de avanzar por un determinado camino que va paulatinamente incorporando grupos de seres en su dí­a condenados al ostracismo y a los que se han ido concediendo derechos básicos, en especial los referentes a la vida y a la integridad tanto fí­sica como emocional.

Al principio, estas afortunadas incorporaciones al «club moral» estuvieron protagonizadas por los niños, luego por los negros, más tarde por las mujeres, y en uno de los últimos capí­tulos aparecen los homosexuales. Es de esperar que, de hecho, la serie no se cierre aquí­, y que más pronto que tarde se incorporen los animales, aunque éstos no sean humanos.

Pero volvamos a la cuestión de fondo. ¿Se puede amparar un acontecimiento objetivamente criminal (véase diccionario en el caso de percibir el adjetivo como desproporcionado) en la pura y simple tradición? Tal presunción es, a lo que se ve, unánimemente rechazada en la mayorí­a de los casos, especialmente si afecta a seres humanos. Quiero pensar que muy pocos habitantes de la propia Tordesillas legitimarí­an hechos como la quema de herejes (tan popular en la villa no hace tantos siglos), la explotación laboral infantil o la mutilación genital femenina, a pesar de haber sido y seguir siendo en algunos casos tradiciones con solera y rancio abolengo, y pertenecer a lo más hondo de las raí­ces de las sociedades en las que estos hechos se producen. Entonces, ¿por qué toleramos y aún promocionamos actos tan groseros como el que se va a perpetrar el próximo dí­a 13?

Por la sencilla razón de que el condenado, sin juicio previo, no ha tenido la suerte de nacer con forma humana (o de lince ibérico, o de águila real, añadirí­an algunos con razón). Curiosamente, el mismo trivial motivo que demasiados siguen empleando para dar pábulo al linchamiento público y subvencionado de un inocente. Si, a efectos del presente artí­culo, por ética se entiende «respeto y consideración hacia los demás» (a todos los demás, se entiende) y por tradición «transmisión de costumbres, creencias o elementos culturales hecha de generación en generación» (definición recogida del mismo diccionario que antes recomendaba), parece que en cuanto al Toro de la Vega, ambas cosas resultan del todo incompatibles. O es una o es otra, la cosa no da más de sí­. Yo me quedo con la ética, qué quieren que les diga. No me parece ni medianamente racional defender algo por la elemental circunstancia de que haya formado parte de la cultura o de la tradición local durante no sé (ni me importa) cuántos siglos. Aunque deberí­a resultar obvio, conviene recordar que algo no se convierte en moralmente lí­cito porque sea elevado a la categorí­a de espectáculo o se le coloque el label de tradición. No puede ser tan primario. Una injusticia es una injusticia siempre, independientemente de la parafernalia estética que la rodee.

¿Qué se atenta contra la cultura local? Naturalmente, faltarí­a más. Pues sí­, efectivamente mostrarse crí­ticos con determinadas manifestaciones culturales o tradiciones es poner en tela de juicio la propia identidad de la sociedad en la que se producen tales hechos. Por supuesto que sí­, así­ debe ser si nos consideramos de verdad racionales y queremos orientar nuestros pasos hacia una sociedad más justa para todos. Nos han hecho creer que determinados juicios condenatorios son afrentas a la cultura y que ello es malo en sí­ mismo. Realmente no lo es. Nos han engañado. Lo perverso es precisamente no hacerlo, apoltronarnos en nuestra comodidad cotidiana y hacer como si nada sucediese a nuestro alrededor. La crí­tica no tiene por qué ser necesariamente injuriosa. Muy al contrario, puede en determinadas ocasiones erigirse en un ejercicio moralmente obligatorio, en un auténtico acto de decencia ética.

Por otro lado, cabe recordar que la reglamentación del espectáculo no alivia en nada el padecimiento del animal, como podrá entender cualquiera dotado de una estructura neuronal mediana. Las veneradas normas que condicionan el espectáculo tienen por objeto garantizar que éste se desarrolle dentro de unos cánones consensuados, pero en ningún caso vela por la integridad del animal. De hecho, es la propia normativa la que prevé con absoluta frialdad que pueda taladrarse su cuerpo, la que permite que se le incrusten varios arpones metálicos de lado a lado, y la que mantiene en la más estricta legalidad a lo que no es sino un acto de impiedad impropio de una sociedad madura. La observancia minuciosa del tan traí­do y llevado reglamento se limita a regular la tortura. Ahí­ empieza y acaba todo. No necesitan inventarse todo ese cursi lenguaje eufemí­stico para dulcificar lo que no es sino una chacinerí­a, una pringosa ejecución pública, sumaria y con agravante de ensañamiento. Cumpliendo con escrupulosidad la normativa establecida se preserva la «integridad y pureza» del espectáculo, no desde luego la integridad de la ví­ctima, que acaba pareciéndose más a un guiñapo sanguinolento que a un brioso bóvido. Intentar crear confusión con una mezcolanza de conceptos tan grosera equivale a presuponer que la opinión pública en general y los defensores de los animales en particular padecen una suerte de estupidez congénita que les impide discernir entre unas cosas y otras.

El Toro de la Vega desaparecerá, como lo hará el fútbol o las carreras de motos. Nada dura eternamente. La tarea de los defensores de los animales consiste en acelerar al máximo ese final, del que sin duda también saldrán beneficiados los que actúan hoy de verdugos, y a los que la vergüenza les acompañará a su pesar muchos años después de la última edición.

Kepa Tamames ATEA

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