Al hablar de tauromaquia, se suele pensar casi exclusivamente en las torturas y asesinatos llevados a cabo durante las corridas de toros en las plazas construidas para tal fin. Desgraciadamente, empero, la tauromaquia no abarca sólo ese campo. Los miles de toros y vacas embolados anualmente en la provincia de Castellón dan fe de ello.

En mi caso personal no tardé mucho en comprender, que aquellas prácticas que se celebraban año tras año por las calles de los pueblos castellonenses, no podían aportar felicidad a todos los participantes. Algo me decía que los protagonistas, es decir, las vacas y los toros embolados, no eran tan felices como los demás participantes de la “fiesta”.

Las huellas de sangre que a menudo dejaban sus pezuñas heridas sobre el asfalto, la metamorfosis que sufría su carácter al ser exhibidos, los laberintos sin salida dentro de los cuales debían correr, las bolas de fuego sobre sus cabezas durante las noches de verano… era un cúmulo de pruebas con demasiado peso para seguir creyendo que el “espectáculo” les resultaba favorable.

En Castellón (provincia de España donde se celebran más vacas y toros embolados) casi todos los municipios, e incluso aldeas, celebran sus fiestas mayores, generalmente en honor a alguna virgen o santo patrón, mediante los tradicionales y arraigados “festejos” de bous al carrer (toros en la calle) Los actos incluyen exhibición de vacas, toros, becerros jóvenes y vacas y toros embolados.

El art. 5 del Decreto 148/98, de 22 de sept., de la Generalitat Valenciana, establece que la muerte del animal no se realizará en público y deberá procederse al aturdimiento previo, sin embargo en público y sin aturdimiento es como se suele llevar a cabo en muchos de los municipios y/o aldeas, a manos de los mismos verdugos que momentos antes actuaron de emboladores.

La crueldad más sublime

Embolar a un toro o a una vaca significa instalarse unos artilugios de hierro apretados con tornillos a los extremos de sus cuernos, que contienen unas bolas con una materia inflamable que arde como una antorcha durante largo tiempo.

Para poder llevar a cabo tal hazaña, los hombres más “atrevidos” del pueblo, muestran su “valentía” uniéndose en masa con el fin de, en primer lugar, colocar una cuerda alrededor del cuello del animal, el cual se encuentra encajonado, sin comida, agua ni ventilación, esperando a que la puerta de su ataúd se abra para conducirle al infierno.

Acto seguido, tras abrir dicha puerta, tiran todos de la cuerda con fuerza y el animal, al salir, queda empotrado de cabeza contra un grueso tronco de madera plantado en el suelo, que a través de un agujero en su parte posterior, deja que la cuerda le atraviese y se deslice para que su pesado cuerpo quede bien inmovilizado al tirar de ella.

Ésta es la parte más espectacular de la “fiesta” para todo buen aficionado a los toros embolados. Es en ese punto cuando la gran mayoría satisface su ilusión de tirar de la cuerda por delante, o bien, tirar del cuerpo del animal por detrás, ya que mientras su cráneo está incrustado contra el tronco y la cuerda ejerce la máxima tracción hacia delante gracias a los infinitos voluntarios que tiran de ella, el rabo, el lomo, y en definitiva, el animal entero indefenso queda a disposición de quien quiera tirar de él por atrás. El número de voluntarios es directamente proporcional a la longitud de la cuerda y del cuerpo (especialmente del rabo)

Durante el momento descrito, el animal inmovilizado, aterrado, agredido y sin posibilidad alguna de defenderse, muge amargamente de dolor y desesperación. No es necesario presenciar el acto para oír sus mugidos, se suelen percibir de bastante lejos como un grito desgarrador de socorro, en medio de la oscuridad de una noche en la que una multitud humana parece haberse puesto de acuerdo, como las hormigas de un hormiguero o las abejas de un enjambre, para llevar a cabo la labor casi con la misma precisión y coordinación que ellas.

Una vez prendido el fuego a las bolas, se suelta al animal para que corra dentro de un recinto de calles cortadas al efecto. A veces también se les embola en plazas, aunque es mucho menos frecuente.

A la embolada, le siguen los comentarios acerca del valeroso coraje del enjambre humano que la ha hecho posible.

¿Disfrutarías con unas bolas de fuego en tu cabeza?

El toro embolado, al que a menudo también se le coloca una albarda con campanas alrededor de su cuello, tiene como primer instinto correr para alejarse rápidamente de ese tronco donde se le ha producido tanto dolor, al sentirse, de alguna manera “liberado”.

Mas las vacas y los toros son mamíferos superiores dotados de una inteligencia que les hace apercibirse con prontitud que por más saltos que den, no conseguirán desprenderse de ese fuego instalado sobre sus cabezas y que ese laberinto dentro del cual se encuentran, no tiene posibilidad alguna de escapatoria.

Así pues, sus movimientos pronto empiezan a ser muy reducidos, siendo los mismos aficionados a la “fiesta” los que la definen como aburrida tras los primeros 10 ó 15 minutos.

El toro embolado, desconcertado y solo entre tantos seres extraños gritándole y provocándole, sin entender qué está sucediendo, está agotado y posiblemente deshidratado, tras haber permanecido horas o incluso días dentro de ese féretro especialmente diseñado para él, donde no se le ha permitido moverse, ni girarse, ni rascarse… no siente ganas de divertir a nadie en ese juego injusto al que ha sido sometido a la fuerza por sus secuestradores y sus verdugos, sólo siente deseos de que le dejen en paz.

El peso de las bolas ancladas en sus cuernos, la luz cegadora del fuego próxima a sus ojos, el estruendo causado por los miles de aficionados que le rodean, ávidos de violencia, y la desesperación al comprender, a su manera, que la liberación no existe para él, lleva escrito en su mirada el verdadero significado de la palabra soledad.