Internándome un miércoles al mediodía, por esas incomprensibles pero hermosas callejuelas de la ilustre república independiente de Ñuñoa.
Como es costumbre, el auto se mueve de un lado a otro buscando la dirección indicada. Y aunque costó un poco, ya hemos llegado.
La locación de esta semana son las oficinas centrales de la Corporación de Defensa de la Flora y Fauna. Una institución cuyo sólo nombre explica con claridad el motivo de su existencia.
Lo trágico de este tipo de instituciones, es que ellos saben mejor que nadie que la flora y la fauna se está extinguiendo irremediablemente de este planeta.
¿Qué ocurre aquí? Presentan a la prensa a perros sobrevivientes del grave caso de maltrato animal de un criadero clandestino de poodles en la sexta región, según reza el comunicado que he rastreado esta mañana.
Suena espeluznante, es cierto, pero la verdad es que no lo es tanto. Aunque no estaría de más advertir que para los amantes de los animales, para las personas demasiado sensibles de corazón, las siguientes imágenes podrían ser perturbadoras.
Efectivamente, el espacio es reducido, a las paredes les falta más de una mano y sobre la mesa tiemblan asustados unos poodles que apenas se mueven más allá de sus temblores.
Hay sólo perros a la vista, pero curiosamente se escuchan maullidos que provienen desde alguna parte.
Mientras tanto, los poodles siguen ahí temblorosos, y según explica Patricia Cocas, presidenta de otra honorable agrupación que defiende a los animales, los perros ahí presentes sufren de desnutrición, descalcificación, pérdida de dientes, gastroenteritis, diarrea, atrofia muscular y hasta pérdida de ojos, entre otras afecciones.
Tengo que reconocer que me gustan mucho los perros. Pero tengo que reconocer también que me cargan los poodles. Nunca me han gustado. Me parecen feos y de personalidad hostil, pero no es menos cierto que es difícil no conmoverse antes estos pobres animalillos temblorosos. Al punto de que en ciertos momentos, hasta me dan ganas de ser uno de ellos.
Según sigue explicando Patricia, la historia es ésta: Un tipo de corazón de hielo, tenía un criadero clandestino de perros en los que mantenía a los animales en deplorables condiciones.
Y que tras una denuncia de vecinos, el juzgado emitió una orden de requisar los animales por las pésimas condiciones de vida en que se encontraban.
¿Pero qué movía a este hombre a realizar este acto tan deleznable? ¿Habrá sido un odio incontrolable contra los animales? ¿Un rencor inexplicable contra la naturaleza? ¿Lo habrá mordido un poodle cuando niño como a mí? No. Una vez más lo que hay detrás de una canallada, de una acción vil y desalmada, es el dinero. Sí, porque este zángano cruzaba a estos perritos para luego vender a las crías a un precio que oscilaba entre los 130 y 160 mil pesos.
Y es que mientras miro a estas bestias frágiles y temerosas, ahí temblando sobre la mesa, pienso que las crías que dieron al mundo deben haber sido horrorosas o en el mejor de los casos lindas, pero frágiles, como sus progenitores.
Patricia aclara con énfasis que el maltrato animal está claramente sancionado en la ley, y que aunque la gente crea lo contrario, una persona que maltrate a los animales puede llegar a ser juzgado incluso en un juicio oral, exponiéndose a una pena de cárcel que puede ir de los 61 a los 540 días de presidio.
La presidenta de Proanimal Chile explica que en un recorrido por diversas comunas de la capital, la agrupación ha podido detectar un sinnúmero de vendedores de perros instalados en la calle. Perros que provienen precisamente de criaderos en los que crecen en las condiciones anteriormente descritas.
¿Cuál es la moraleja entonces de esta historia?: Nunca compre perros que se vendan en la calle.
Cuando ya todo ha terminado, yo me largo.
Pero mi intento se ve frustrado. Estoy atrapado y buscando la salida me encuentro con preguntas que no me siento en condiciones de responder.
“Esta reja nunca debería cerrarse”, me explica alguien. Ese alguien va en busca de un destornillador con el que finalmente me libera. Y yo por fin salgo de ahí, y camino disfrutando del día primaveral y encuentro un sitio perfecto para esperar al automóvil que he llamado para que pase por mí.
Sentado ahí observo cómo la vida pasa lentamente frente a mis ojos.
En un momento, un señor que viene caminando con bolsas de supermercado, se sienta en el banco contiguo. No parece muy viejo, pero se ve cansado y verde. Y se queda ahí unos minutos, prácticamente botado sobre el banco, respirando con dificultad. Estoy a punto de ofrecerle ayuda, pero de pronto el hombre se para, recupera su dignidad y sigue avanzando hacia su casa. Yo me quedo mirándolo hasta que el hombre se pierde detrás del polen que flota en el aire.
Felipe Ossandón
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