El mismo futuro que el tabaco

Los defensores de las corridas no parecen darse cuenta de que el cambio de valores respecto a los animales tendrá efectos similares al que afectó a los fumadores.

26 abril 2004
Internacional.

“Exciting!” (excitante), es la palabra más usada entre los turistas para definir el espectáculo taurino al que acuden por primera vez en su vida. ¿Y cuál es el origen de tal excitación? Sin duda, y de nuevo coinciden aquí casi todas las respuestas, la posibilidad de que el toro cornee al torero. ¿Y el sufrimiento del animal?, les pregunto después de explicarles la polémica surgida a raíz de la declaración municipal de Barcelona como ciudad antitaurina. Las respuestas difieren. Pero, entre todas, retengo la de Karen Pederson, una joven danesa que visita la ciudad con un grupo de amigos: “Esta es una batalla que, como la del tabaco, ya podéis dar por perdida”. Karen explica cómo los nuevos valores en los que hoy se basa nuestra relación con los animales han supuesto un cambio de paradigma que harán inviable el mantenimiento de las corridas de toros tal como las conocemos.

“Soy y seré librepensador, y pienso luchar por lo que creo justo: la libertad individual de escoger lo que quiero ver”, escribía esta misma semana el lector Enric Ubiñana en una carta dirigida al director de este diario, y que recordaba los argumentos utilizados en los primeros manifiestos a favor del derecho a fumar, tan sintácticamente correctos como históricamente inútiles ante una imparable ola que acabaría constri-ñendo el derecho a echar humo a su mínima expresión.

¿O alguien habría imaginado hace tan sólo diez años que no dejarían fumar en el trabajo y que los que quisieran hacerlo tendrían que refugiarse en cubículos marginales habilitados en sus empresas? Pues ese es el futuro que le espera a la fiesta de los toros, al menos según la tesis de Karen. Aunque entre las personas que el pasado domingo acudieron por primera vez al sacrificio ritual de seis toros bravos en la plaza Monumental de Barcelona escuché teorías menos elaboradas, pero no menos contundentes:

Argumentos recurrentes

“Animales como esos me los como yo cada día en forma de hamburguesa”, confiesa el canadiense Adolphe, que se ha pasado toda la corrida riendo por cualquier insignificancia. “¿De qué crees que están hechos mis zapatos?”, me pregunta señalando sus mocasines de piel antes de rematar: “Así que si prohíben los toros ya podéis ir pensando en volveros todos vegetarianos y en comenzar a preguntaros si las hojas de lechuga sufren cuando las cortan.”

Su ¿novia?, Margaret Major, que cada vez que la acción en la arena se ralentizaba aprovechaba para consultar una guía de Barcelona con un extenso capítulo dedicado las corridas de toros, considera un “sacrilegio” la simple posibilidad de que se pierda “un ritual atávico, una danza ancestral con una fuerza expresiva difícil de encontrar en el mundo presente”. Le explico el abismo que separa la interpretación de los “entendidos” de la de los visitantes noveles como ellos. Margaret se mosquea. No se identifica con la típica turista que se queda en la superficie de las cosas que visita. Al fin y al cabo se ha leído todo lo que su guía dice al respecto.

“A ver, deme un ejemplo”, demanda desafiante. “¿Qué ha sido lo que más le ha gustado de lo que ha visto hasta ahora?”, le pregunto. “Las banderillas que clavó el segundo torero”, contesta. Y yo intento explicarle, sin éxito, lo que al día siguiente un especialista como Antoni González, crítico taurino de “La Vanguardia”, refleja en su crónica: “La actuación de ayer del Juli –el segundo torero al que aludía Margaret– fue una de las más vulgares que le hayamos visto, que ya es difícil. Sólo la incompetencia e incultura taurina del presidente justifica un resultado que maquilló la realidad, banderilleó sin decoro (siempre a toro pasado) y lo muleteó sin comprometerse jamás, a mucha distancia y sin mandar ni, por supuesto, templar”. Parecería como si ambos hubiesen presenciado dos espectáculos distintos.

El grupo de japoneses que se sienta detrás también ha acudido a la plaza pertrechado con gruesas guías turísticas que hasta explican mediante infográficos la longitud del punzón de la vara que utiliza el picador. A ellos también lo que más les gustó fue la suerte de banderillas. Sacan pañuelos blancos después de cada faena para pedir que premien al torero, pero se les escapa que el trofeo que el matador levanta triunfante después de la faena son las orejas que el alguacil acaba de cortar al toro. Cuando se lo explico, alguno no puede reprimir un teatral gesto de espanto.

Una fiesta cargada de tópicos

Me ocurre a mí algo parecido cuando abordo a Jiang Yi como si fuese uno más del grupo de japoneses, y él tiene que explicarme que es un estudiante chino que realiza un master en París y está pasando unos días de vacaciones en la ciudad. “En China no hay nada que se parezca a esto. Y yo creo que debe continuar, porque es algo que, junto con al flamenco y el fútbol, da carácter a España. Forma parte de su esencia, y si se pierde quedaría como el café sin cafeína.” Yi se irá de Barcelona sin enterarse que ha estado en Catalunya. Así, la polémica polarizada entre nacionalistas catalanes que rechazan la tradición taurina como foránea y catalanes que la reclaman como propia será otro de los rasgos del espectáculo taurino que se le escapará.

Porque la mayoría de los extranjeros que visitan la plaza por primera vez no dudan de que éste es uno de los rasgos más típicos de la personalidad de Barcelona. Por eso no cazan el profundo significado simbólico de la barretina que luce durante el paseíllo Serafín Marín, el torero catalán. Ni el de la pancarta que al salir el primer toro despliegan unos aficionados del tendido: “Sí a les curses de braus ¡Visca Catalunya!”

El tercer toro cae continuamente, la faena se vuelve farragosa y mi hijo comienza a aburrirse. Tiene 16 años y también es la primera vez que acude a una corrida. Está decepcionado. Desde la grada 6 de sol la sangre y el dolor del animal quedan amortiguados por la distancia. La sensación de peligro para el torero también. Así que Bruno, que había venido pensando que asistiría a una secuela de “Gladiator”, se muestra decepcionado.

Le sucede lo mismo a Miquel, un chaval de 12 años que acompaña a su padre a pesar de no alcanzar la edad reglamentaria (en la misma zona de plaza se pueden ver un par más de niños pequeños). Lo único que le llama la atención es la salida de un toro que los entendidos denominan berrendo por su pelaje blanco y negro: “¡Parece un dálmata!”, grita a su padre sin dejar de comer pipas. No parece, la verdad, muy impresionado por lo que sucede en la arena.

El único gesto de repulsa clara ante el sufrimiento del toro del que pude ser testigo el pasado domingo se produjo cuando el animal había dejado ya de sufrir, y fue en el matadero de la plaza. Una señora del país, para la que también aquella era su primera corrida, pidió a su marido que la acompañase fuera, ante la visión y el olor de desuello y cuarteo de los animales todavía calientes.

En las encuestas realizadas durante los últimos 30 años, Gallup constata que las corridas de toros no han dejado de perder interés entre los españoles. Así, si en los años 70 los interesados rondaban el 55%, en los 80 se redujo al 50% y en los 90 la cifra se situó en el 30%. Un declive que en la última corrida en la Monumental era fácil de constatar: con ese mismo cartel, no hace mucho, la plaza se habría llenado. Pero el domingo pasado apenas había un tercio del aforo.

Manuel Díaz Prieto
La Vanguardia
http://www.lavanguardia.es/web/20040425/51154637201.html

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